Sin casa

20.10.22

Después de estirar el hilo del amor
más allá de ese punto
donde la última gota se transforma en avalancha
Estoy finalmente al borde de la vida
sin compañera, sin casa, sin hogar,
sin familia,
sin ideología
y sin alma,
mirando más cerca que al horizonte,
tratando de reescribir mis propias viejas historias.

El Matallana

No house

20.10.22

After stretching the thread of love
beyond that point
where the last drop turns into avalanche
I am finally at the edge of life
with no partner, no house, no home,
no family,
no ideology
and no soul,
looking closer than at the horizon,
trying to re-write my own old narratives.

El Matallana

One would be foolish to consider oneself better, or even different…

“One would be foolish to consider oneself better, or even different, merely because one could claim something others could not. The crowdedness of family life and the faithfulness of solitude – both brave decisions, or both decisions of cowardice- make little dent, in the end, on the profound and perplexing loneliness in which every human heart dwells.”

Kinder than solitude (2014), Page 61. Yiyun Li (1972).

Yamulemao : Niño del agua azul

A Edgar Matallana, padre

23.01.2017

Cuando me acuerdo de ti me acuerdo de cuando me cantabas Yamulemao para que me durmiera o me entretuviera en algún largo viaje de Cali a Bogotá. Recuerdo la canción, el asiento del bus, la imagen de la ventana, la noche húmeda y tal vez fría afuera…En caso de que no sepas, Yamulemao es la versión colombiana de Diamoule Mawo, una canción compuesta por Laba Sosseh y cantada por él originalmente en un idioma llamado Wólof (que se habla en Gambia, Senegal y Mauritania). Joe Arroyo cantó esa bella canción como le sonaba en castellano: “Yamulemao”. Todo está borroso pero la melodía y tu compañía en aquel viaje en bus se mantienen nítidas en mi memoria:

Ah Yamulemao, ah Yamulemao

Bilie mama mié

Bilie mama mié eh eh

Bilie mama mié

Bilie mama mi eh

Yamuleé mao se se!

También me acuerdo de cuando me hiciste una caja muy bonita de madera y de cuando me construiste un tanque de suministro de agua para los experimentos ahora inútiles de la Universidad del Valle. A medida que pasa el tiempo te recuerdo más. Desprovistas de los problemas de aquel tiempo, puedo sentir en tus palabras el cariño y la impotencia. Ser madre o padre debe ser un oficio muy difícil. Especialmente cuando eres pobre, cuando las cosas no te salen bien, cuando no sabías lo que hacías o no habías aprendido a elegir. O cuando simplemente eres una persona irresponsable (lo que sea que eso signifique realmente) y a duras penas intentas darle un sentido a tu propia vida o embriagarte para ignorar que no tiene. Ni idea, pero ser padre de alguien no debe ser tarea fácil. Fue como fue, lo hiciste como lo hiciste, lo haces como aún lo haces, como es, como eres y como puedes.

A veces me gusta imaginar cómo hubiera sido todo si no hubiéramos sido tan pobres en esos años (y aún), si la carencia no nos hubiera ayudado a sentirnos tan resentidos y perdidos. La pobreza es una de las peores cosas que pueden ocurrirle a alguien. Aún hoy nos separa de algún modo. Antes que padre e hijo somos sobrevivientes. La ciudad de Cali cayó y nos llevó consigo a su abismo. Pero poco a poco salimos del abismo un poco. Yo me convertí en un viajero y tú llegaste a una edad donde pareces más tranquilo. Tengo muchas preguntas sobre lo que has vivido y has sentido. Por ejemplo: ¿qué tanto compartimos?, ¿qué tanto hay de ti en mí y viceversa? Has vivido casi 80 años ya, más de dos veces lo que yo he vivido. ¿Cómo fueron y son tus amistades y amores? ¿Sabían ellas y ellos de mí? ¿Qué les decías cuando hablabas de mí? ¿Qué lugar ocupaba yo en tu vida? ¿Qué ha significado para ti ser padre?

Tantos años, tantos recuerdos, tantos momentos juntos y sobre todo separados, y aún no tengo claro de qué se trata este oficio de ser tu hijo y tu oficio de ser padre, de qué se trata esta relación. Frente al mar mediterráneo, en una pequeña isla entre África y Europa, siento que nos hace falta mucho por vivir y conversar. Escucho Yamulemao y me dan ganas de llorar. No sé muy bien por qué. Cali está muy lejos. La vida inclemente nos ha pasado sin preguntarnos lo que estábamos haciendo y tal vez lo que estábamos perdiendo. Corrimos buscando salvarnos y terminamos siendo otros. Yo ya no soy un adolescente, ni siquiera ya un joven enojado. Aprendí a ser feliz, a amar, a proteger, a engañar y decepcionar. Conocí lugares y lenguas, ojos de todos los colores me miraron con cariño, algunos con amor incluso, cualquiera que sea la diferencia. Todo parece ya muy lejano. El mar se convierte en espuma blanca y se rinde en la bahía. “Ah Yamulemao, ah Yamulemao”. Los turistas desconcertados por mis lágrimas tratan de capturar el mar con sus cámaras. El mar es demasiado inmenso.

El Matallana

Los días de Don Nilson

Hace poco me visitó un viejo amigo que conozco desde la infancia. Llevaba un buen tiempo que no lo veía porque vivimos en países diferentes. Hablamos de varias cosas y recordamos muchas historias de barrio que vivimos o escuchamos. Las historias empezaron con frases como “¿te acuerdas de don Nilson?” y luego se expandieron por múltiples lugares, recuerdos y pensamientos…

Todos los de nuestro viejo grupo de amigos recordamos a Don Nilson con cariño porque fue un vecino muy cordial de la cuadra donde vivíamos. Don Nilson jugaba alegremente con nosotros, ¡incluyendo videojuegos!, y era muy tranquilo. De hecho lo que más nos gustaba recordar de él era su tranquilidad, su voz amable y la paz que nos transmitía.

“¿Te acuerdas de Don Nilson?”, me preguntó mi amigo con el tono de quien quiere contar algo. Al principio no me acordaba pero poco a poco resurgieron las imágenes de ese tiempo y recordé su sonrisa amigable. Mi amigo que vivió más tiempo que yo en ese barrio conoce cómo se desarrollaron las historias de vida que yo dejé a medias cuando me fui de ahí. Me contó que Don Nilson en realidad tenía dos familias. Una familia era la que nosotros conocíamos cuando yo vivía en el barrio: Don Nilson, su esposa y su hija de más o menos diez años. La otra familia era la de su ex esposa, también con una hija de más o menos doce años. Mis amigos se dieron cuenta de la segunda familia porque por alguna razón la hija mayor se fue a vivir a la casa de Don Nilson.

Para sorpresa positiva de todos, la llegada de la otra hija no pareció cambiar las rutinas de nuestro amable vecino, simplemente había una niña más para jugar. Don Nilson siguió trabajando en su tienda durante la noche (cuando la tienda se transformaba en bar) y su esposa siguió trabajando en la tienda durante el día. Yo también recuerdo a nuestras madres hablando de lo buen padre y lo buen esposo que Don Nilson era. Después de asumir el riesgo y el agotamiento de trabajar durante la noche, le quedaba energía para cuidar de sus hijas durante el día e incluso jugar con gusto con los niños de la cuadra. Don Nilson era un ángel.

Fue difícil creer a mi amigo cuando me contó que nuestro vecino favorito terminó en la cárcel. Dicen que todo fue por causa de los celos que la niña mayor sentía hacia la menor. Su padre brindaba normalmente a ambas el mismo tipo de amor, sin mostrar favoritismos, pero en algún momento el equilibrio se rompió. La mayor contó entonces llorando a su mamá que su papá amaba más a la menor. Tenía que amarla más porque había prometido un día para cada una y sin embargo repetía cada vez más a menudo sólo con la más pequeña. Cuando su hermanita recibía el amor de papá días consecutivos, ella se quedaba llorando al lado de la cama, observando, esperando que él la tocara como era justo…

 

El Matallana

El Futuro necesita procedencia

04.03.2015

Der Spiegel: … ¿Por qué el futuro necesita la procedencia?

Marquard: Porque la vida de las personas es demasiado corta. Simplemente no tenemos tiempo para reacomodar todas o siquiera la mayoría de cosas de nuestra vida. Nuestra muerte viene más rápido que la mayoría de nuestros cambios. De ahí que nuestra libertad para lo nuevo está limitada, lo que nos lleva a que vivamos predominantemente en retrospectiva –Sólo nos queda la oportunidad de comprender la piel de nuestra procedencia de manera novedosa para poder liberarnos de ella intelectualmente, así no podamos abandonarla.

Der Spiegel: Pero de la corta duración de la vida se podría concluir otra cosa: La vida es tan corta que no tenemos tiempo para el pasado.

Marquard: Pero el pasado que nos ha marcado sigue ahí – familia, idioma, instituciones, religión, estado, la fiesta, el nacimiento, la expectativa de vida – , no podemos escapar de él. Ahí donde nosotros empezamos no es nunca el comienzo. Antes de cada persona ya hubo otras personas que tuvieron sus costumbres – tradiciones – en las cuales cada persona nace y con las cuales cada persona se relaciona, ya sea para aceptarlas o rechazarlas. Lo nuevo que nosotros buscamos necesita lo viejo, sino ni siquiera podríamos reconocer lo nuevo como tal. Sin lo viejo no podemos soportar lo nuevo, especialmente ahora que vivimos en un mundo de cambio acelerado.

Der Spiegel: Algunas personas cambian, siguen el cambio, cada día.

Marquard: Porque esas personas están montadas en el mito de la modernidad, que parece exigir el cambio veloz de todos – siguiendo el modelo del desarrollo técnico. Pero ahí hay una dificultad: la creciente velocidad del envejecimiento. Entre más rápido lo nuevo se vuelva viejo, más rápido envejece también el envejecer mismo, y así de rápido puede lo viejo volverse nuevo de nuevo. El cambio veloz logra un déficit de confianza…”

http://www.spiegel.de/spiegel/print/d-26448590.html

«Wir brauchen viele Götter»

24.02.2003

Von Schmitter, Elke und Schreiber, Mathias

Der Philosoph Odo Marquard über die Sehnsucht der Deutschen nach gründlicher Weltverbesserung, den Mut zur Bürgerlichkeit, die Wichtigkeit von Teddybären und sein neues Buch

Marquard, der diesen Mittwoch 75 wird, lehrte von 1965 bis 1993 an der Universität Gießen Philosophie und erhielt 1996 den Ernst-Robert-Curtius-Preis für Essayistik. Er veröffentlichte unter anderen die Bücher «Skeptische Methode im Blick auf Kant» (1958) und «Abschied vom Prinzipiellen» (1981). Jetzt erscheint bei Reclam sein Essay-Band «Zukunft braucht Herkunft». ——————————————————————-

SPIEGEL: Herr Professor Marquard, Sie publizieren Ihre Essays unter dem Titel «Zukunft braucht Herkunft». Heißt das – bei allem Respekt vor Ihrem Alter und Ihrer Weisheit – so viel wie «Ich werde noch gebraucht, bitte vergesst mich nicht»?

Marquard: Es steckt natürlich drin. Aber ich bin kein philosophischer Missionar, ich habe keine Weltbeglückungspläne, die die Menschheit nur ja nicht vergessen soll. Trotzdem denke ich manchmal in diese Richtung, weil ich die aktive Laufbahn als Hochschullehrer hinter mir habe.

SPIEGEL: Sehen wir von Ihrer Person einmal ab. Wieso braucht Zukunft Herkunft?

Marquard: Weil für zu viel Veränderung das Menschenleben zu kurz ist. Wir haben einfach nicht die Zeit, alle oder auch nur die meisten Dinge unseres Lebens neu zu regeln. Unser Tod ist stets schneller als die meisten unserer Änderungen. Weil darum die Freiheit zum Neuen begrenzt ist, müssen wir überwiegend herkömmlich leben – es bleibt dann noch die Chance, unsere Herkunftshaut neu zu verstehen und dadurch ihr gegenüber geistig frei zu werden, obwohl wir aus ihr nicht heraus können.

SPIEGEL: Aus der Kürze der Lebenszeit lässt sich auch ein ganz anderer Schluss ziehen: Das Leben ist so kurz, dass wir keine Zeit für Vergangenes haben.

Marquard: Aber das uns prägende Vergangene ist doch immer schon da – Familie, Sprache, Institutionen, Religion, Staat, Feste, Geburt, Todeserwartung -, wir entkommen ihm nicht. Wo wir anfangen, ist niemals der Anfang. Vor jedem Menschen hat es schon andere Menschen gegeben, in deren Üblichkeiten – Traditionen – jeder hineingeboren ist und an die er, Ja sagend oder negierend, anknüpfen muss. Das Neue, das wir suchen, braucht das Alte, sonst können wir das Neue auch gar nicht als solches erkennen. Ohne das Alte können wir das Neue nicht ertragen, heute schon gar nicht, weil wir in einer wandlungsbeschleunigten Welt leben.

SPIEGEL: Manche Menschen wandeln sich täglich mit.

Marquard: Weil sie einem alten Mythos der Moderne aufsitzen, der den schnellen Wandel von allem und jedem – nach dem Vorbild des technischen Fortschritts – zu fordern scheint. Aber da ist eine Schwierigkeit: das wachsende Veraltungstempo. Je schneller das Neueste zum Alten wird, desto schneller veraltet auch das Veralten selbst, und umso schneller kann Altes wieder zum Neuesten werden. Rascher Wandel schafft Vertrautheitsdefizite. Kinder, für die die Wirklichkeit unermesslich neu und fremd ist, tragen ihre eiserne Ration an Vertrautem überall bei sich – ihre Teddybären. Mein Teddybär ist ein Plüschlöwe, den ich mir irgendwann in Polen gekauft habe. Die Teddybären der Erwachsenen sind zum Beispiel auch ihre Klassiker. Mit Goethe durchs Jahr. Mit Habermas durchs Studium. Mit Reich-Ranicki durch die Gegenwartsliteratur.

SPIEGEL: Lassen wir die Literatur einmal beiseite – was haben Sie gegen den Teddybär Habermas?

Marquard: Ich sagte doch, wir brauchen Teddybären. Also auch ihn. Der Frankfurter Schule, für die er steht, besonders der «Dialektik der Aufklärung» von Max Horkheimer und Theodor W. Adorno sowie Adornos «Minima Moralia», verdanke ich es unter anderem, dass es mir Anfang der fünfziger Jahre gelang, mich von dem damals übermächtigen Martin Heidegger zu distanzieren, der noch als Emeritus den Hörsaal wie ein Denkwebel beherrschte.

SPIEGEL: Genügte dazu nicht Heideggers Verstrickung in die Nazi-Politik der dreißiger Jahre, als er sein Freiburger Rektorenamt nach Führervorbild wahrnahm?

Marquard: Die verbrecherische Nazi-Irrfahrt hat mich überhaupt erst dazu gebracht, Philosophie zu studieren. Ich wollte wissen, wo es nun langgeht, wie man es denkend vermeiden kann, dass uns so etwas noch einmal passiert. Aber was Heidegger betrifft, so war es damals für einen Philosophie-Studenten eine ambivalente Situation: Der Vater riet ihm, bei dem kannst du auf keinen Fall studieren, die Mutter sagte, nur bei dem kannst du wirklich etwas lernen.

SPIEGEL: Aus dieser Zwickmühle hat die radikale Kritik der Frankfurter Schule, etwa am autoritären Charakter der Deutschen, Ihnen herausgeholfen. Aber später haben Sie sich auch von den Frankfurtern distanziert …

Marquard: … ja, ich fand irgendwann die Dauerrede vom «schlechten Bestehenden» übertrieben. Ich fand, die Menschen sind viel zu zerbrechlich, um sich die Totalnegativierung des wirklichen Lebens, diesen permanenten Luxus des Krisenstolzes leisten zu können. Gegen diese philosophische Wacht am Nein und ihre stetig steigende Jammerrate halte ich den nüchternen Blick auf das, was an der modernen Welt Nicht-Krise ist, die Einübung in die Zufriedenheit damit, dass das Leben endlich und bunt ist; und dass die Entzweiung in den rationellen Fortschritt, heute Globalisierung genannt, einerseits und die vielen unterschiedlichen Herkunftstraditionen andererseits nicht überwunden, sondern ausgehalten werden muss. Und zwar so, dass eins das andere kompensiert. Das hat so schon Joachim Ritter, mein Lehrer, gesehen.

SPIEGEL: Was ist, von diesen allgemeinen Bedenken abgesehen, Ihr spezieller Einwand gegen Habermas?

Marquard: Auf die rechte Verweigerung der Bürgerlichkeit – bei den Nazis – folgte in Deutschland nach 1968 die linke Verweigerung von Bürgerlichkeit. Ich plädiere für die Verweigerung dieser Bürgerlichkeitsverweigerung. An Habermas kritisiere ich den geschichtsphilosophischen Monotheismus, die These von der absoluten Alleingeschichte der Emanzipation, von der Totalgeschichte der Weltverbesserung, und ein Diskurs-Ideal, das die Vielfalt der Geschichten und Meinungen nur als Anfangskonstellation gestattet. Das Diskurs-Ziel ist der Konsens, als das Ende, an dem nur noch eine einzige Meinung, und damit ein meinendes, total aufgeklärtes Über-Wir, herrscht. Das zerstört nicht nur die Vielfalt der Meinungen, Geschichten, Sprachen, Sitten, Küchen, die doch unser kleines, kurzes Leben durch andere Leben bereichert. Darin steckt auch ein autoritäres Dissensverbot, die mythenfeindliche Ermächtigung durch eine Alleinvernunft, die es stört, dass man erzählt, statt sich zu einigen. Dieser Diskurs ist die Rache des Solipsismus an seiner Vertreibung. Nein, die Philosophie muss das Gespräch fundamentaler bejahen und dabei wieder erzählen dürfen.

SPIEGEL: Da spricht der «Transzendentalbelletrist», der die erzählte «Vize-Lösung» – beides Formulierungen von Ihnen – der strengen und anstrengenden Begründung des Lebensganzen durch ein Prinzip vorzieht und sich einfach weigert, eine definitive Grund-Entscheidung zu treffen, die ihm unbequem werden könnte – etwa politisch. Habermas nannte Ihr Denken einmal die «Ohne-mich-Philosophie».

Marquard: Und ich habe ihm geantwortet, das sei bloß die Ohne-ihn-Philosophie. Nein, ich spreche als Skeptiker, der jedem absoluten Text, der einzig möglichen Lesung einer heiligen Schrift misstraut – das war die erste Lehre, die ich nach 1945 aus der Alleingeschichte der Nazis zog, eine Grundhaltung des Erschreckens und der Ernüchterung – und der sich an Stelle der einen Freiheit durch Vernunftregie die vielen Freiheiten verschiedener Lesarten und vieler Geschichten wünscht. Der Skeptiker redet mit allen, der Diskursethiker letztlich nur mit Gleichgesinnten.

Mein zentraler Satz, der sich auch gegen die Systemphilosophie des deutschen Idealismus, etwa von Fichte, wendet, lautet dabei: Wir können mit dem Leben nicht warten auf die prinzipielle Erlaubnis, es nunmehr anfangen und leben zu dürfen – denn der Tod ist schneller. Für totale Begründungen und Änderungen, für absolute Sprünge eines die Geschichte autonom beherrschenden Tätermenschen, seien sie revolutionär oder reaktionär, sterben wir zu früh.

Glauben Sie bloß nicht, dieses Ja zum Unvollkommenen sei für mich bequem gewesen. Gerade nach 1968 gab es, in der DDR erst recht, aber auch im Westen des Landes, eine Präferenz des Marxismus, für den auch ich anfällig war. Da war der revolutionäre Traum vom Himmel auf Erden auch unter Philosophen der herrschende Diskurs, ein Traum, der ja in die irdische Identität von Himmel und Hölle mündet, wie die Geschichte bewiesen hat.

SPIEGEL: Sind Sie ein konservativer Spießer?

Marquard: Der Begriff des Spießers bedarf auch der Überprüfung. Ich sage: Nicht jede Veränderung ist per se gut. Die Beweislast trägt nicht das Vorhandene und Überkommene, sondern der Veränderer. Nur insofern bin ich konservativ. Ich bin gegen den Generalverdacht, alles Überkommene sei unvernünftig und müsse deshalb geändert werden. Ich bin gegen die ständige Stimulierung des Außerordentlichkeitsbedarfs, eine deutsche Krankheit, die damit zu tun hat, dass die Deutschen lange die Nation entbehren und reale Veränderungen durch absolute Philosophie kompensieren mussten. Die Enttäuschungen, die daraus resultieren, nähren immer neu die Sehnsucht nach dem Außerordentlichen. Demgegenüber entlaste ich mich, indem ich erst einmal die Vernünftigkeit des Ererbten unterstelle, bis zum Beweis des Gegenteils.

SPIEGEL: Ist das nicht eine Schönwetter-Philosophie – allenfalls geeignet für relative Wohlstandszeiten wie die gegenwärtige? Hätte man mit Ihrer Philosophie jemals die Französische Revolution angezettelt? Wo bleibt der Skeptiker in krass inhumanen Zeiten?

Marquard: Der Skeptiker rechnet damit, dass seine Philosophie eine unter anderen ist. Er behauptet ja nicht, dass er ein universales Prinzip vertritt, das die Welt rettet. Ich schließe nicht aus, dass andere in einigen Punkten besser sind als ich, zum Beispiel mutiger beim Verändern. Gegen Missstände würde ich mich immer wehren, aber ohne dafür ein neues Prinzip zu suchen. Mein Plädoyer für die Bürgerlichkeit setzt natürlich den bürgerlichen Staat voraus, der ohne die Französische Revolution nicht das wäre, was er ist. Im Rahmen dieses liberalen Staates bin ich für den Ausgleich zwischen Erneuerung und Schicksal, Beschleunigung und Langsamkeit, Globalisierung und Herkommen. Damit würde ich dann einer totalen Globalisierung und Modernisierung Widerstand leisten.

SPIEGEL: Wer sagt, es gibt kein Absolutes, kann immer nur Vorläufiges von sich geben. Das gilt auch für die Grundhaltung der Skepsis.

Marquard: Ja, Skepsis ist der Entschluss zu einem vorläufigen Denken. Wenn die Erfahrung anderes lehrt, soll sie es tun. Aber bis dahin …

SPIEGEL: … gehen wir ins Kaffeehaus.

Marquard: Wäre auch nicht verkehrt. Wegen der Kürze des Lebens.

SPIEGEL: Bleibt der Skeptiker auch im Kaffeehaus sitzen, wenn ein Krieg gegen den Irak droht?

Marquard: Joachim Ritter hat eine Weile in der Türkei gelehrt. Er sagte, die schiere Modernisierung im Stile Atatürks allein sei es nun auch nicht. Es komme auf die Balance zwischen der Wahrung islamischer Traditionen und der Modernisierung an. Das gilt auch für den Irak. Allerdings bin ich mit der ursprünglichen Haltung unserer Regierung – auf keinen Fall Krieg, auch nicht, falls die Vereinten Nationen ihn beschließen – nicht einverstanden. Diese Festlegung vom Herbst, dieses Nein von vornherein war ein diskursiver Präventivschlag, typisch für die Generation der 68er, die kein Gewissen mehr zu haben brauchte, weil sie ja das Gewissen selbst war. Die friedenstheoretische Festlegung, einen Krieg von Anfang an auszuschließen und immer wieder rein politische Lösungen anzustreben, ist ja nicht durchzuhalten, sobald eine reale Bedrohung eine Notwehr erfordert.

SPIEGEL: Aber diese Festlegung entlastet uns und schont die Welt – das müsste Ihnen doch eigentlich sympathisch sein.

Marquard: Ja und nein, denn es fehlt in dieser frühen Festlegung das ernste Gespräch mit denen, die anders denken. Unsere Regierung hätte von Anfang an mit den anderen Europäern und der Uno sich beraten müssen. Und sollte der Mehrheitsentscheidung des Sicherheitsrats ganz pragmatisch folgen.

SPIEGEL: Wo bleibt bei Ihrem Ausgleich zwischen Tradition und Moderne die Religion?

Marquard: Die alte Frage: Wenn es Gott gibt, woher kommt dann das Böse? Sie ist noch nicht beantwortet. Meine Frau ist eine protestantische Pfarrerstochter. Ich bin ein halb gekippter Heide. Da ist es lebensgeschichtlich, nach einer so langen Ehe, einleuchtend, dass ich durchaus mit ihr sonntags in die Kirche gehe. Trotz oder auch wegen der ständig fortschreitenden Aufklärung hat die Religion Bestand und ihr Recht …

SPIEGEL: … als eine von vielen Geschichten. Sie haben sich selbst einen Polytheisten genannt, Sie huldigen vielen Göttern.

Marquard: Vielleicht ist die christliche Religion ja auch im Grunde polytheistisch. Denken Sie an die Trinität oder an die vielen verschiedenen Konfessionen. Wir brauchen viele Götter, viele Mythen – Geschichten, die gegen Uniformierung Widerstand leisten. Dafür brauchen wir Kirchen, aber auch gute Romane, Museen, Bibliotheken. Und die Philosophie.

SPIEGEL: Sie haben den Menschen einmal definiert als «primären Taugenichts». Eine pessimistische Sicht?

Marquard: Nein, eine Ermutigung zum Glücklichsein in der Endlichkeit, eine Entspannung angesichts der ewigen Anstrengung, es als endliches Wesen mit dem Absoluten, mit dem Ganzen und Endgültigen aufnehmen zu müssen – dazu taugen wir nicht. Wir sollten das Unvollkommene nicht immer nur schmähen, sondern es für durchaus zustimmungsfähig halten – solange wir leben.

SPIEGEL: Sind Sie der Ober-Taugenichts der deutschen Philosophie?

Marquard: Das kann man durchaus sagen. Aber man sollte auch hinzufügen, dass dieser Taugenichts einmal Fachgutachter für systematische Philosophie war und zum Präsidenten der Allgemeinen Gesellschaft für Philosophie gewählt wurde. Der Taugenichts ist vielleicht ein guter Agent fürs Übrigbleiben.

SPIEGEL: Wenn Sie wüssten, ich lebe nur noch einen Tag, was täten Sie an diesem letzten Tag?

Marquard: Schlafen. Weil ich wüsste, es ist der letzte Tag, würde das wohl nicht klappen. Aber ich schlafe nun mal sehr gern.

SPIEGEL: Herr Professor Marquard, wir danken Ihnen für dieses Gespräch.

Das Gespräch führten die Redakteure Elke Schmitter und Mathias Schreiber.

DER SPIEGEL 9/2003
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